sábado, 6 de enero de 2018

Las ciudades del futuro: de los prodigios al nuevo colonialismo

La ciudad del futuro de Robert McCall, 1970

-De no avanzar hacia sistemas de reparto del empleo y democratización de la economía, amplias capas de la población se verán condenadas a un insostenible ostracismo social y político.-

Cuando imaginamos las ciudades del futuro es inevitable pensar en los escenarios que las películas de ciencia ficción han fijado en nuestra imaginación. Así, al mismo tiempo que fantaseamos con vehículos voladores y rascacielos interminables, nos estremecemos con los sistemas de control de Minority Report o la llovizna gris e interminable de Blade Runner.


La mayor parte de nuestras proyecciones de la ciudad del futuro giran alrededor de una innovación tecnológica que no cesa de asombrarnos e inquietarnos. Sin embargo, la mayor parte de los conflictos urbanos de los próximos 25 años no dependerán tanto de estas invenciones como de la relación de fuerzas sociales entre los grupos que las utilicen. Como canta Jorge Drexler, el ser humano hace la máquina y es lo que hace con ella. Frente al fetichismo de la tecnología que alimenta la pasividad de optimistas y pesimistas, la realidad urbana de hoy en día exige reflexionar sobre su devenir y adoptar estrategias para defender un Derecho a la Ciudad que seguimos esperando desde la primavera del París de 1968.

“Si el siglo XIX se definió por los imperios y el siglo XX por los Estados-nación, el XXI es el de las ciudades del mundo”. Con esta divisa, los alcaldes de París y de Londres reivindicaban recientemente la importancia clave de las ciudades globales donde confluyen los principales flujos de personas, mercancías e información. Saskia Sassen ha descrito estas nuevas ciudades de los prodigios pero también alerta de sus contradicciones internas. Conectadas a la nube global de las finanzas, Raquel Rolnik denuncia que sus territorios son el lugar de un nuevo colonialismo que no sólo extrae rentas a costa de las condiciones de vida de sus poblaciones sino que, además, las disciplina políticamente por medio de la deuda y la gestión de la información que generan. Los efectos de estas dinámicas son de sobra conocidos: la privatización de los servicios públicos, la pérdida de poder de la fuerza de trabajo, la construcción de ciudades social y medioambientalmente insostenibles y la especulación inmobiliaria que expulsa a vecinos y vecinas de sus barrios. Tal es el escenario urbano en el año 2017 pero, ¿qué ciudades habitaremos en 2042, dentro de 25 años?

Para comenzar, las proyecciones de población señalan que en España será precisamente entonces cuando se produzca el pico de llegada a la jubilación de las generaciones del baby-boom. Si en 2017 el 19,0% de los residentes en España es mayor de 65 años, en 2042 esta cifra alcanzará el 32,3%. La intensidad de este envejecimiento se debe a una bajísima tasa de fecundidad, consecuencia de la precariedad existencial de la juventud. A su vez, la combinación de una ocupación laboral débil con un alto porcentaje de personas dependientes comporta grandes incertidumbres. Sin embargo, la historia reciente muestra que los aumentos en la productividad han sido capaces de contrarrestar este riesgo.

En un escenario de creciente robotización, la amenaza consiste en que los beneficios de la innovación tecnológica no sean distribuidos, sino privatizados por unas élites cada vez más excluyentes que acaparan los recursos naturales y sociales del planeta. En un contexto de agotamiento de los recursos naturales y aumento de la población con necesidades de cuidados, el mantenimiento de los niveles de vida de estas élites sólo podrá lograrse en base a agresivas dinámicas de expulsión. No obstante, estas mismas tendencias albergan contradicciones en su expresión urbana que pueden hacer estallar el modelo y exigen un cambio integral en nuestro modo de vivir.

Las grandes ciudades globales generan enormes necesidades de cuidados. Al respecto, la ley de la selva urbanística ha producido territorios donde la vida cotidiana es cada vez más insostenible. Al mismo tiempo que estas ciudades han atraído a profesionales y turistas que revalorizan sus centros urbanos, las poblaciones que les prestan servicios (desde el cuidado de su familia hasta la seguridad de los edificios donde trabajan) son expulsadas a barrios cada vez más lejanos donde poder pagar la renta del alquiler (cada vez más importante) o la letra de la hipoteca (cada vez más inaccesible). Cuando los centros urbanos son empleados como activos financieros, su potencia como espacios públicos se desvanece y pueden terminar generando ciudades monstruosas, como ocurre cuando el turismo cesa o las vecinas se van de los centros históricos.

A diario, el resultado es un desplazamiento masivo de trabajadoras desde las periferias geográficas y sociales hacia los barrios donde se concentran los empleos, alimentando modelos de movilidad urbana que envenenan nuestro aire y nuestra capacidad de construir ciudades en común. En algunos lugares como Palma de Mallorca, este tipo de ciudad impide que las profesionales de la sanidad y la educación puedan residir en la ciudad. De seguir este modelo, dentro de 25 años podríamos habitar ciudades donde la atención de las necesidades de sus habitantes no pueda ser cubierta. En esta ciudad, muchos grupos sociales apenas coincidirían cotidianamente en los mismos territorios, generando graves problemas de reconocimiento político y social. En ciudades escindidas la cohesión social será una quimera. En 2011, Madrid ya era la ciudad más segregada entre las principales capitales europeas y esta tendencia no podrá revertirse en ausencia de un gran acuerdo a favor de políticas de vivienda a la altura del reto.

Finalmente, más allá de las trabajadoras de las profesiones creativas y los servicios personales que demandan las ciudades globales, un creciente sector de población ha comenzado a ser prescindible para el modelo económico. De no avanzar hacia sistemas de reparto del empleo y democratización de la economía, amplias capas de la población se verán condenadas a un insostenible ostracismo social y político. En estos casos, la invisibilización de la pobreza en ciudades híper-segregadas limitaría las opciones de acción política colectiva. Y en ausencia de reconocimiento y canales de expresión, la juventud sin futuro siempre encuentra nuevos medios de impugnación cuya orientación política está abierta.

Siguiendo las tesis de Nancy Fraser, frente a la individualización a la que conduce la mercantilización de la vida, y cuya expresión más acabada son las urbanizaciones cerradas de los ganadores en este modelo, es precisa una alianza social entre el resto de grupos urbanos. Esto es, entre quienes necesitan protección social (las habitantes de las comunidades empobrecidas y olvidadas) y esas clases medias precarizadas, pero con alta formación, que exigen principalmente la emancipación de las minorías tradicionalmente oprimidas (la comunidad LGTBI, las inmigrantes o las mujeres). Esta alianza permitiría fortalecer los barrios dañados de nuestras ciudades sin generar identidades cerradas a la diversidad. Los retos a los que nos enfrentamos son formidables y requerirán respuestas equivalentes. Para ello, no podemos aplazar la construcción de esa alianza entre comunidades urbanas precarizadas y abandonadas, así como la cesión de más competencias y recursos a unas ciudades que avanzan hacia la lluvia de ceniza pero albergan semillas de esperanza.

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